14 de Nisán, después de la puesta del Sol
Una delicada penumbra envuelve Jerusalén al atardecer, cuando la luna llena empieza a elevarse por encima del monte de los Olivos. En un cuarto grande amueblado, Jesús y los doce están reclinados a una mesa preparada. “En gran manera he deseado comer con ustedes esta pascua antes que sufra”, dice Jesús (Lucas 22:14, 15). Después de un rato, a los apóstoles les sorprende verlo levantarse y poner a un lado sus prendas exteriores. Toma una toalla y una palangana con agua y se pone a lavarles los pies. ¡Qué lección más inolvidable de servicio humilde! (Juan 13:2-15.)
Sin embargo, Jesús sabe que uno de estos hombres, Judas Iscariote, ya ha quedado en traicionarlo a los guías religiosos. Como es comprensible, se aflige mucho. “Uno de ustedes me traicionará”, revela. Los apóstoles se contristan mucho por ello (Mateo 26:21, 22). Después de la celebración de la Pascua, Jesús dice a Judas: “Lo que haces, hazlo más pronto” (Juan 13:27).
Una vez que Judas se ha ido, Jesús instituye una cena para conmemorar su inminente muerte. Toma un pan sin levadura, ofrece una oración de gracias, lo parte y dice a los once que coman de él. “Esto significa mi cuerpo—dice— que ha de ser dado a favor de ustedes. Sigan haciendo esto en memoria de mí.” Entonces toma una copa de vino tinto y, después de decir una bendición, se la pasa a ellos y les dice que beban de ella. Luego agrega: “Esto significa mi ‘sangre del pacto’, que ha de ser derramada a favor de muchos para perdón de pecados” (Lucas 22:19, 20; Mateo 26:26-28).
Esa noche trascendental, Jesús enseña a sus apóstoles fieles muchas lecciones valiosas, entre ellas la importancia del amor fraternal (Juan 13:34, 35). Les asegura que recibirán un “ayudante”, el espíritu santo, el cual les hará recordar todas las cosas que él les ha dicho (Juan 14:26). Más tarde esa misma noche, sin duda se sienten muy animados al escuchar a Jesús orar por ellos con devoción (Juan, cap. 17). Después de entonar canciones de alabanza, salen del cuarto superior y siguen a Jesús en aquella noche fresca y ya avanzada.
Jesús y sus apóstoles cruzan el valle de Cedrón rumbo a uno de sus lugares preferidos, el jardín de Getsemaní (Juan 18:1, 2). Mientras los apóstoles esperan, Jesús se aleja un poco a fin de orar. No puede describirse con palabras la tensión emocional que siente al elevar a Dios una encarecida petición de ayuda (Lucas 22:44). Le es sumamente angustiante tan solo pensar en el oprobio que acarrearía a su amado Padre celestial si fallara.
Casi inmediatamente después de que Jesús concluye su oración, llega Judas Iscariote acompañado de una muchedumbre que lleva espadas, garrotes y antorchas. “¡Buenos días, Rabí!”, dice Judas, besándolo tiernamente. Esta es la señal para que los hombres arresten a Jesús. De pronto, Pedro empuña la espada y le corta una oreja al esclavo del sumo sacerdote. “Vuelve tu espada a su lugar—dice Jesús mientras sana la oreja del hombre—, [...] todos los que toman la espada perecerán por la espada.” (Mateo 26:47-52.)
¡Todo sucede con tanta rapidez! Se arresta y se ata a Jesús. Los apóstoles, temerosos y confundidos, abandonan a su Amo y huyen. A Jesús se le lleva ante Anás, el anterior sumo sacerdote, y luego ante Caifás, el sumo sacerdote actual, para someterlo a juicio. A primeras horas de la mañana, el Sanedrín presenta falsos cargos de blasfemia contra Jesús. Luego Caifás hace que lo lleven ante el gobernador romano Poncio Pilato. Este lo envía a Herodes Antipas, el gobernante de Galilea, quien, junto con sus guardias, se burla de él y lo envía nuevamente a Pilato. Este confirma su inocencia, pero los caudillos religiosos lo presionan para que condene a Jesús a muerte. Después de someterlo a mucho maltrato verbal y físico, llevan a Jesús al Gólgota, donde se le clava sin misericordia a un madero de tormento, en el cual sufre una muerte sumamente dolorosa (Marcos 14:50–15:39; Lucas 23:4-25).
Esta habría sido la mayor tragedia de la historia si la muerte de Jesús hubiera puesto fin permanente a su vida. Felizmente, tal no fue el caso. El 16 de Nisán de 33 E.C., sus discípulos quedaron atónitos al descubrir que se le había levantado de entre los muertos. Con el tiempo, más de quinientas personas comprobaron que estaba vivo de nuevo. Además, transcurridos cuarenta días a partir de su resurrección, un grupo de seguidores fieles lo vio ascender al cielo (Hechos 1:9-11; 1 Corintios 15:3-8).